martes, 5 de julio de 2016

Promise (Tracy Chapman)


No hay más verdad
que lo que sentimos,
ni más camino 
que el construimos

The Carnival Is Over... (Ariel Capone)

Los personajes secundarios vivimos en los márgenes de las cosas.
Caminamos siempre al fondo, en esa masa que llena con aire distraído las fotos antiguas de las ciudades, a veces esparcidos, a veces en tumulto.
Somos los personajes que se nombran en los libros de manera plural y genérica, los violines y los bajos de una sinfonía.  Nuestra vida no tendría sentido por sí misma, si no fuese al servicio de un personaje protagonista.  Algunos secundarios no lo quieren asumir, y miran hacia la cámara de fotos aunque estén a varios metros y sea imposible distinguir sus facciones, o desafinan en la orquesta para que se repare en ellos. Suelen sufrir.

Pero también estamos los que aceptamos nuestra naturaleza de una forma clara y rotunda.
Los personajes secundarios dormimos en el suelo, nos encantan los rincones.  Esperamos.  Vemos pasar la gente por el balcón, hablamos a las flores que no nos escuchan, codiciamos nuestros pequeños momentos.  A veces pensamos en ella y todo se llena de sentido.  Desde hace tiempo todos sabemos que el mundo existe sólo por ella.
Recuerdo el primer día de mi vida, el día en que la vi por primera vez.  Sentada en un rincón de la iglesia, leyendo a la gente en las manos, inventándose profecías que nunca se llegaban a cumplir.  Se había arremolinado el vestido de novia hasta debajo de los pechos para poderse sentar, y parecía una tarta de cumpleaños entre tanto lazo y tanto rosa y blanco.  Se reía, ajena a lo que pasaba en su entorno y era, una vez más, protagonista absoluta de nuestras vidas.  Mirándola balancearse como una peonza boba entre carcajadas, poco importaba si habíamos tenido una vida o habíamos amado antes, si nos quedaba alguna ilusión o si nuestro mundo dejaría de existir fuera de ella.

Los personajes secundarios vivimos también en los sueños de los demás, dando vida a seres que casi nunca se recordarán.  Nos da miedo la lluvia, porque no nos recuerda a nada.

Aquella mañana de julio, la de su boda, había amanecido azul, pero a eso del mediodía, cuando ya era evidente que el novio la había dejado plantada, fue como si un enorme tintero se volcase sobre el cielo.  Formamos corro a su alrededor, porque ya sabíamos lo que pasaba cada vez que empezaba a llover, pero aquello no la detuvo.  De dos zarpazos se libró de los hombres que la sujetaban y echó a correr colina arriba.  Detrás, una fila interminable de abuelas jubilosas, primos, hermanas y gente del pueblo corría dando saltos de alegría con ella, ya sin nadie acordarse de aquél que nunca sería su marido.  Hubo que transportar los paquetes de sándwiches y las mesas, las botellas de cava, los vasos de plástico.
Ahí recuerdo haberme fijado de verdad por primera vez en ella, arrancando con las dos manos trozos de su vestido de novia, riéndose, arrojándolos al aire,..  Vi que era fea, gorda y monumental, de brazos rechonchos y voz chillona.  Tan grande y tan fea que daba sentido a ése y a todos los momentos de nuestras vidas.  Entonces, se acercó hasta mí en la mitad del jolgorio.  Pocas veces me había dirigido la palabra.  Se acercó empapada por la lluvia y me dijo:  "El mundo se acabará el día que cuentes mi historia",  y siguió chapoteando en el barro, sin dejar de mirarme.
Desde entonces la he visto crecer y hacerse cada vez más vieja, cada vez más fea.  Nunca creí en lo que me dijo, al fin y al cabo, quién era ella para saber cuándo acabaría el mundo.
Los años pasan lentos para los personajes secundarios.  El tiempo a veces se dobla sobre sí mismo y se siente de sal en la garganta.  Nuestros padres nos dicen que nos quieren, nosotros decimos a nuestros hijos que los queremos, así nos han enseñado que funcionan las cosas.  Nuestros padres forman parte del tumulto de las lápidas de atrás del cementerio.  Nuestros hijos quieren ser como nosotros.
Pasé los dos últimos años de su vida con ella.  Aprendí a vencer la envidia que desde el primer día me supuso su absoluta presencia y sus malos modales.  La llevé a mi casa cuando, a pesar de todo, nadie quiso hacerse cargo de ella.  No era ya más que una vieja, sin dientes y sin memoria, que se pasaba el día tirándose pedos y comiéndose los mocos.  Se mecía al lado de la ventana, esperaba con impaciencia la lluvia para echarse a correr colina arriba, ante el alboroto de los niños que se le colgaban al cuello como guirnaldas, mientras destrozaba su vestido para sentir la lluvia como si fuese la primera vez.
Esta mañana han pasado por el camino los monstruos del circo se que se alejan del pueblo.  Ella llevaba varios meses sin reaccionar, pero al ver la hilera de gigantes y dragones, se ha unido a ella.  Como uno más.  La vi alejarse bailando y sin dejar de sonreír, como si por fin hubiese encontrado su lugar en el mundo.
Los truenos comenzaron a oírse como aquella primera vez mientras contemplábamos cómo se iba para siempre y el mundo dejaba de tener sentido.
Las flores estiran sus frágiles cuellos, intentan encontrar un significado a su color ahora que todo ha pasado.
Alguien llama desde lo alto de la colina.
"Se ha acabado el carnaval"